Llámenme Facu. Hace unos años –no importa cuánto hace exactamente, pero permítanme comenzar estos recuerdos como si fuera Melville–, encontrándome a disgusto en un trabajo muy distinto al que podría haber tenido por mi formación académica, recibí una oferta para volver a trabajar, primero como paradocente, y luego como bibliotecario, en el colegio donde estudié en mi niñez: el COGGZAI. Tan enrevesado acrónimo es el nombre habitual desde hace tres décadas del Colegio Guardiamarina Guillermo Zañartu Irigoyen de El Belloto, comuna de Quilpué, ex Colegio D-417, ex Escuela 106. Acepté sin pensarlo demasiado, creyendo que sería sólo un empleo pasajero. Por supuesto, no fue así. Hoy, además de estar a cargo de la biblioteca del colegio, tengo un taller de ajedrez infantil con niños de 8 a 14 años, que todos los días me llena de orgullo y alegría.
A menudo me pregunto cómo es posible que me dedique a enseñar ajedrez, siendo yo mismo un jugador tan limitado. No tengo una buena respuesta para ello. Aprendí a jugar de pequeño, en este mismo colegio, pero nunca fui uno de los jugadores más aventajados del grupo que por entonces comandaba el respetado y hasta temido profesor Atilio Martínez Campos. Se contaban de él terribles historias, como que les pegaba el chicle en el pelo a las niñas que sorprendía rumiando en la fila, o que agarraba de las patillas a los alumnos más revoltosos; aunque yo, honestamente, no tengo recuerdos de haberle visto ejerciendo su autoridad de esa forma. Siendo mi profesor jefe en séptimo y octavo, el profe Atilio compartía conmigo el interés por los computadores Atari y Spectrum, e incluso formamos un primitivísimo taller de computación; pero no destaqué nunca entre sus ajedrecistas. Con excepción de un breve paréntesis, cuando le enseñé a jugar a mi hermano Pablo (hasta que comenzó a ganarme), no volví a practicar el deporte ciencia durante quince años, desde que salí de octavo básico, hasta que regresé a trabajar al COGGZAI.
Fue en la biblioteca, hace siete años, cuando tableros y trebejos reaparecieron en mi vida. Mientras me acostumbraba a mis nuevas tareas, un pequeño grupo de alumnos que jugaba habitualmente en los dos o tres juegos con que contaba la biblioteca –y que me tenían por un buen jugador sólo por el hecho de ser adulto y saber mover las piezas– me hablaron de los torneos de AREA 5 (Asociación REgional de Ajedrez de la 5ª Región). Querían participar en ellos, pero no tenían a nadie del colegio que los acompañara para formar un equipo que compitiera por el COGGZAI. Francamente, la perspectiva de levantarme temprano un sábado y pasarme el día fuera de casa no era muy atractiva para mí; pero después de un par de meses de soportar sus insistentes requerimientos, terminé por aceptar, previa autorización de sus padres y de mis superiores. Aquel grupo de niños, de quienes hablaré con más detalle en otra ocasión, fue el primer equipo de ajedrecistas del colegio que tuve a mi cargo y el germen de lo que luego sería mi taller de ajedrez.
Este año, el equipo de ajedrez del COGGZAI ha ganado los dos primeros torneos de AREA 5: en abril, en calidad de locales, y en mayo, en la casa central de la Universidad Santa María. Los niños se están preparando para la fase comunal de los Juegos Deportivos Escolares (ex Juegos Bicentenario) y están motivados para seguir aprendiendo y compitiendo. Contamos con el apoyo habitual de la dirección del colegio y del Centro de Padres, así como con la indiferencia habitual de nuestras autoridades. Desde hoy planeo contar en este blog nuestras actividades, siempre y cuando no me traicione mi inconstancia.